El valle en su círculo de serranías:
sombríos presagios invernales
estremecen la cuenca dorada
con memorias de crueles heladas,
ajenas a humildes faenas otoñales:
el ratón montés en pos de sustento,
el antílope más cerca del camino
que busca ruda y manzanilla.
He visto plasmadas en cascajo suelto
huellas de sus patas curváceas
y también se ven en la tierra negra
donde cavan laboriosos topos
para acaparar la bonanza
de grillos y saltamontes cebados
de los últimos días del estío.
Y al fondo, coronan las nubes
un cosmos ávido de vida.
Ha tiempo las aves más morosas
volaron a campos fecundos:
el solitario gavilán llanero
que osa cruzar trochas
y aterrizar en sementeras,
cigüeñas areneras de vago gorjeo,
fantasmas entre la penumbra
del final de septiembre.
Por ahora planea tan sólo
el cuervo al bajar de su escondite:
¿Se querrá burlar acaso de esos
otros pájaros que se rindieron
ante el embate del invierno
y de las ventiscas que empujan
al ganado a lejanos corrales:
manchas tristes, oscuras
que titilan en el valle dorado,
sobrevivientes que intuyen
que el pastaje de verano pronto
será bistec en incontables platos,
y de hocico a rabo,
se defienden de los vendavales,
ya resignados a su suerte,
mugiendo destempladamente –
sonidos patéticos que rasgan
la quietud de otoño,
y un poco risibles
en criaturas tan contundentes
en peso y tamaño.
Los álamos temblones
han perdido sus hojas,
salvo las más tenaces,
ahora teñidas de marrón,
pegadas ramas marchitas
al pairo de ráfagas norteñas
que aceleran su paso,
presagio de días cortos
y súbitos chubascos
para engatusar a los llanos
con lapsos refrescantes
en medio la aridez creciente,
señal de una sequía
tórrida y prolongada…
No recuerdo
una gota de lluvia
en agosto ni septiembre.
Los pastos y yo
no nos dejamos embaucar:
reconocemos
la potencia de estos cielos
colosales,
irreverentes,
que dominan
todos los horizontes
como implacables amos,
omnipotentes,
temerarios,
capaces de hacer astillas
a cada rayo de sol
que pinte un arco iris
en la luz opaca del ocaso.
Vedlos erguirse,
titánicos y negros
en el firmamento
decretando su fin,
definitivo y último,
con una sola salva inequívoca
de luz,
la luz de la existencia.
Ahora
solamente sobreviven
los que gozan
de la calidez
prolongada
y munífica
del verano.
Me pongo de pie,
de frente
a la ribera meridional
del Madison
en los vestigios
de luz de este día
y evoco el primero
de muchos amaneceres
de verano…
Unos teñidos de oro,
otros de diversas gamas,
y siento la garganta
colmada de colores:
los azules de julio
en la mañana,
los verdes depurados
de las yertas aguas
del Lago de los Ecos,
el gris pizarra
de acantilados yermos
ribeteados de nieve
aun en el verano.
Yo misma soy un lienzo
que las nubes quieren
oscurecer,
de ello estoy segura.
Dejo que se apresuren
al grito de mi desafío:
“¡Vamos, desencadenad
de una vez el invierno!”
Es tan sonoro el reto
que sacude a mi perra
de su profundo sueño,
y yo estoy bien despierta
para afrontar a las nubes
con este canto de guerra.
Hoy se han apoderado del valle,
por encima de la serranía,
sombríos presagios invernales,
heraldos de los días negros que se acercan
y hacen temblar el valle de oro
con la memoria de crueles heladas,
y son ajenos a las faenas otoñales
de ratoncillos monteses
en su búsqueda del sustento diario,
mientras las nubes coronan
ese cosmos de montes ávido de vida:
los antílopes pastean cada vez
más cerca del camino en pos
de hojitas de verde y olorosa manzanilla:
porque visto las huellas curváceas
de sus patas impresas
sobre el cascajo suelto
y
las que adornan
los montículos frescos
de fértil tierra negra
cavados cotidianamente
por laboriosos topos,
igualmente duchos
en acaparar
la bonanza
de esos enormes grillos
y saltamontes.
de finales de estío.
Los últimos pájaros
hace tiempo
alzaron vuelo
hacia campos más fecundos,
entre ellos
el solitario gavilán llanero,
que osa cruzar la carretera
y aterrizar en las sementeras –
y no hace mucho tiempo oí
los vagos gorjeos
de migratorias
cigüeñas areneras
esfumándose
cual fantasmas
en la penumbra
de fines de septiembre.
Ahora,
tan sólo el cuervo planea
al bajar de su guarida secreta,
quizás para burlarse
de otras aves
que no permanecieron
quietas ante el embate
de ventiscas invernales
que empujan el ganado
hacia cercados en la lejanía:
manchas negras,
melancólicas
que titilan en el valle dorado:
sobrevivientes que intuyen
que pronto el pastaje veraniego
será bistec en muchos platos,
del hocico al rabo,
y defienden su terreno
en contra de los vendavales,
resignados a su suerte,
y quiebran la quietud de otoño
con bramidos letárgicos,
largos y destemplados,
por no decir patéticos,
porque al fin de cuentas,
resultan tristemente cómicos
para criaturas
de su peso y tamaño.
Los álamos temblones
han perdido sus hojas todas,
salvo las más tenaces,
que hoy pintadas de marrón,
se aferran a ramas marchitas
en medio de ráfagas norteñas
que aceleran su paso,
prólogo de días más cortos
y de súbitos chubascos
como para engañar
a los pastos
con esos lapsos refrescantes
en medio de aridez que crece
como prólogo de una sequía
tórrida y prolongada –
no recuerdo
una sola gota de lluvia
en agosto o septiembre…
Pero ni los pastos
ni yo
nos dejamos embaucar:
sabemos reconocer
la calidad respetable
de estos cielos
tan colosales
como irreverentes
al coronar
todos los horizontes
tal como si fueran amos
omnipotentes y sin miedo.
que despedazan en astillas
cada rayo de sol
que se atreva
a pintar un arco iris
en la opaca luz vespertina:
se yerguen fuertes y oscuros
a través del firmamento
y le dictaminan su fin,
final y definitivo
con una salva inequívoca
de luz,
de luz de la existencia.
Por ahora
solamente sobreviven
los que han gozado
por completo
de la calidez larga y munífica
del verano.
Me levanto
y hago frente
a la rivera meridional
del Madison,
en los últimos
vestigios de luz
de este día,
y evoco el primero
de muchos amaneceres
de verano –
los dorados,
y otros fundidos con diversas gamas–
me parece como si la garganta
se me fuera llenando de colores:
los más azules
de julio en las mañanas,
los verdes depurados
de las aguas yertas del Lago Eco,
el gris pizarra
de acantilados yermos
cubiertos con el blanco
de nieves de verano,
Yo misma me siento
como el lienzo
que estas nubes quisieran
oscurecer,
de ello estoy segura.
Entonces las dejo
que se apresuren
a marchar hacia adelante
y las desafío:
“¡Vamos, desencadenen el invierno!”
con gritos tan sonoros
que asustan
a mi perro dormido
y a mí misma,
pues pienso recibirlos.
con este canto desatado.
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