A esta hora las tinieblas
deshilachan los macizos montes:
detrás de la meseta
el sol del ocaso se cuela
discreto, casi sigiloso,
y empapa las moles gigantes
de aire vaporoso y fresco.
Llega el momento del último pienso
de los pajaritos carpinteros
que han invadido los entrepaños
de ciprés de la cabaña
y allí se oyen febriles aleteos
y angustiosos graznidos
de hambrientos polluelos
que no se aventuran a sacar
la cabeza emplumada
fuera de su escondite
ni hacer demasiado ruido
que rasgue el silencio
que impera más allá
de los campos de salvia
hacia la inmensidad del valle
donde explotan en miles
de flores silvestres,
los colores, formas y tamaños
nacidos de nieves de invierno:
rojos sanguinolentos,
dorados tostados,
blancos depurados,
cándidos rosáceos.
En la quietud crepuscular,
desde el otro mundo
trina un ruiseñor triguero.
Cerca de mi oído zumba
un insecto ignoto,
cierro la puerta
ante el asalto de la noche,
y espero que
ascienda la luna
colmada de presagios
de cambio,
cambio que vislumbro
en su desnudez:
nada sigue siendo igual…
Nunca jamás.